
DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL
El otro día, leyendo el twitter, vi un comentario donde se apelaba a la ley sobre la moral. La supremacía de la ley frente a la moral, para efectos colectivos y, quiero suponer, en un sentido democrático.
Quien opinó en ese tuit utilizó, para tratar de reforzar la fuerza de su pensamiento, de manera relativamente aceptable, un argumento ad hominen (ofrezco disculpas por lo odioso), es decir, hablar en contra de la persona; señalaba que, tratándose de solvencia moral, quienes son sociópatas, cínicas (en términos cotidianos y no filosóficos, supongo), psicópatas e iluminadas, son bastantes autocomplacientes. Es decir, que la moral deja de ser válida cuando deviene de ese tipo de personas de las que se habla.
En un primer momento se pudiese considerar que aquel tuit se trata de una opinión bastante aceptable. Claro, uno parte de la idea inconsciente de segmentar y marginar a quienes se les asigna etiquetas justamente como las que astutamente se hicieron alusión en la postal tuitera.
Incluso pudiera pensarse que aquí (si esto se puede considerar un lugar) incurro en una contradicción, porque el nombre de esta bala de salva accidentada e inintencionalmente habla de lo civilizado y, casi por consecuencia, se puede llegar a concluir en el concepto de lo incivilizado, visto despectivamente. O sea, redundando en las personas que, socialmente hablando, son consideradas indeseables. Desde luego aclaro que no es así, que el título no es para efectos polarizadores, muchos menos segmentarios. Ese tema se cuece aparte y tiene bastante hilo qué cortar, pero ya será en otra ocasión.
Volviendo a la moral y la ley, vinculadas a la democracia y a la filosofía política, creo que es oportuno hacer referencia a John Rawls y a su obra Teoría de la justicia. Rawls fue un notable filósofo norteamericano. En su obra que menciono, aborda con lúcida argumentación temas muy controvertidos, incluso en la actualidad, tal como lo es el caso de la objeción de conciencia y, muy particularmente para interés de este espacio, sobre la desobediencia civil
Rawls decía que su objetivo al desplegar una teoría de la desobediencia civil era explicar el papel que ésta desempeña en un sistema constitucional y su conexión con una entidad democrática.
Él consideraba que algunas personas pudieran pensar que la teoría de la desobediencia civil era irreal, ya que presupone que la mayoría tiene un sentido de justicia, y puede llegar a objetarse que los sentimientos morales no tienen excesiva fuerza política. Algo así como el argumento tuitero del que les hablo, pero mucho más suavizado, sin etiquetar a quienes están del lado moral y no legal.
Sin embargo, como Rawls se encargó de hacer filosofía política, entonces, abstraía ideas y evitaba particularizar, aunque admitía la posibilidad de que quienes buscaran el poder esgrimieran argumentos sesgadamente morales para fines en específico, no demeritaba la fuerza de las sociedades basadas en la justicia y la cooperación entre iguales, tomando como referencia dichos principios como las bases fundantes de las colectividades.
Por otra parte, John Rawls, más allá de apelar a la supremacía inimpugnable de la ley, atiende al sentido interpretativo de la misma, y cito textualmente: “Los tribunales deberían tener en cuenta la naturaleza cívicamente desobediente del acto del que protesta, y el hecho de que sea justificable (o al menos lo parezca) mediante los principios políticos subyacentes en la constitución, y por estos motivos reduzcan o, en ciertos casos, suspendan la sanción jurídica” (2012, p. 351).
En otros términos, Rawls da preponderancia a los principios políticos dentro de las disposiciones legales e, indirectamente, da valor a la moral, en términos utilitarios, sobre la sanción jurídica. El espacio (qué termino tan más extraño para una red digital) no alcanza para profundizar en las ideas del filósofo, pero sí para apuntar algunas directrices.
Por otra parte, apelar exclusivamente a la preminencia de la ley pareciera ser un argumento muy al statu quo. Como si, al estilo Kelseniano, una ley sólo fuera válida por el hecho de haber cumplido el proceso legislativo. Luego terminan como el lucifer alemán de los años 40; ya saben a quién me refiero: sí, a Adolf… Eichmann. No, el del bigotito no.
Adolf Eichmann fue un funcionario de medio pelo, del régimen nazi, que sirve como unidad de análisis de Hannah Arendt, desde una perspectiva posestructuralista. A ese amigo lo persiguieron como si se tratase de un can cerbero, una bestia abominable, peor que su tocayo -el innombrable -, cuando lo único que hizo fue cumplir órdenes. Arendt consideró que Eichmann encaraba la teoría de la banalización del mal. El malísimo (que cuente el superlativo) no es quien obra con plena consciencia de que está haciendo el mal. Quien lo es, es quien cumple sus deberes, positivizados en un régimen vigente, pensando que hace bien en el cumplimiento de su deber, pero ignorando el sentido nuclear de la disposición y la dimensión de su acción. Pues bien, así suena alguien que sin más apela a la buena voluntad de la abstracta ley… Sócrates sigue viviendo.
Pero bueno, qué daño va a hacer una bala de salva. No matan. Y ya saben que, lo que no te mata, probablemente te haga más fuerte… o no.
Autor: José Miguel Ruiz
Columna: Balas de Salva