
SANTA TERESA, SINALOA – PARTE I
Era un lugar llano geográficamente hablando, pero no así en términos gramaticales. Mas a pesar de su naturaleza corroborable, en términos geográficos, más bien diría que era un abismo, en términos retóricos.
Un infierno ortodoxo: calores prolongados, despiadados, de altas temperaturas del estado del tiempo y también del temperamento, así como del espíritu del momento. Un sufrimiento perpetuo que bien tenía sus artilugios para disfrazarlo de gozo. Había monstruos y, por supuesto, los bienhechores de siempre en el limbo. Como es de esperarse, esos monstruos, no tan abominables como es de esperarse, transitaban libremente por los senderos de ese infierno a los que también les podemos decir calles. Qué libremente… dominándolos. Al fin y al cabo, ese infierno era de ellos. Y si no, pues lo despojaron.
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La totalidad de ese abismo no permitía escapar a nadie. A veces pienso que se trata de una especie de agujero negro, como esos del espacio sideral. Lo que resulta absurdo no es la comparación, sino que allá, en el espacio exterior, estén buscando agujeros negros cuando acá, en lo terrenal, existen masas con tanta gravedad que arrastran todo a su paso sin remordimiento alguno, tal y como lo es Santa Teresa, Sinaloa. Y por ese todo me refiero a vidas. Algunas, tomadas al sentido literal de la palabra; otras, de manera más simbólica: apabullando y arrastrando consigo toda posibilidad de eso que se piensa como buena vida, por más abstracto que suene.
Así era Santa Teresa, Sinaloa. Hay muchas Santa Teresa. Sin embargo, todas, sin excepción alguna, comparten ese halo de desasosiego y de asfixia. Algunas son más crudas que otras: por ejemplo, la de Chihuahua de Bolaño; otras, más lúdicas: por ejemplo, la de Sinaloa. Pero todas son el grito ahogado del inconmensurable horror, de ese que habló el Coronel Kurtz de Joseph Conrad y Francis Ford Coppola, tan plausiblemente interpretado por Marlon Brando. Resulta curioso que su nombre sea de mujer y, dicho sea de paso, de santa, porque era dominada por hombres y, dicho sea de paso, demoniacos.
Era una tierra que, abandonada y dejada a su propia suerte por dios, vinieron esos diablos a ya no digamos rescatar, pero sí a secuestrarle y tenerla cautiva, casi retratando el ejemplo perfecto del Síndrome de Estocolmo, pero a escalas colectivas. Ahí, donde hubo una relación de secuestrador-secuestrado, las víctimas cayeron en amor de sus victimarios mentalmente, a través de la cultura de ese clan de diablos, del arquetipo que sus mandamases eternizaron a través de, por ejemplo, sus canciones -sus corridos- y, lo más evidente, del miedo que después se transformó en una insana adoración y no falsa aspiración.

Santa Teresa, Sinaloa, el infierno por antonomasia, era dominado por la familia del Jacinto “El Alto” Gutiérrez. Sus vástagos y súbditos -que no es una palabra tan fácil de asignarles- eran conocidos como los ‘altotes’. Algunos pensarían que ese clan había vuelto a ese vacío infértil una tierra prometida. Abundaba el dinero, que se materializaba en vehículos que lastimosamente significaban un desperdicio ya que, además de que las vías de ese lugar no eran idóneas para conducir a alta velocidad, tal y como lo acostumbran a hacer, esas rutas eran prácticamente campos minados, que acá se les conocen como calles con baches, y que son capaces de destruir cualquier buen neumático y afectar considerablemente la carrocería de sus naves estúpidamente faraónicas; la carnosidad en los cuerpos hipersexualizados de las mujeres, que ofensivamente simbolizan un canon casi esencialmente kitsch, ya no digamos un sinsentido; el desenfrenado estímulo de la violencia como estupefaciente que exacerba los sentidos primitivos de humanos, que no se les puede dejar de decir así; el uso de las más ostentosas prendas, acaso sin ningún sentido del buen gusto o, en todo caso, con su propia intuición de lo que sea que signifique estilo; jóvenes promoviendo la vulgar pero seductora dinámica del ejercicio del poder, disparando a través de un segundo pene que también se le conoce como pistola. En fin, un lugar y un tiempo entregado a los más faustosos impulsos que, a la postre, corrompen la deseable pero no esencial esencia humana. En fin, toda una parafernalia que mitifica y mistifica una manera de ver y pensar al mundo, aunque pareciera no exista un pensamiento previo.
Los Lucifer, Serafín y Belcebú. Los Leviatán, Asmodeo y Balberith. Los Astaroth, Grésil y Sonneillon. Todos esos son los ‘Altotes’. A todo ese séquito de demonios en Santa Teresa, Sinaloa, se les conocía como los Altotes. Y eran el terror en y de la cotidianidad, que es el peor de todos.

Que no se les olvide sus nombres, porque el olvido es su principal aliado. El olvido, mercenario del horror, es el artífice de la consolidación del reinado de los demonios demasiado humanos que se apoderaron un día de Santa Teresa, Sinaloa, y que nunca más quisieron soltar de sus garras, que eran manos normales, pero que portaban cuernos de chivo, lo cual, al final, es lo mismo. O peor.
Y mucho cuidado con las balas de los cuernos de esos demonios, que no son de salva como las de aquí… esta crónica de Santa Teresa, Sinaloa, continuará el próximo jueves, para buena fortuna, y en la vida real e hiperreal, para mala fortuna.
