SANTA TERESA, SINALOA – PARTE II.

Por José Miguel Ruiz.

José C tenía 27 años. Estudió Administración de Empresas o finanzas, algo así por el estilo. Tenía las expectativas comunes, no por eso menos loables, de lo que se considera un proyecto de vida digno: tener una carrera, conseguir un buen trabajo y una buena esposa, tener hijos y verlos crecer. Al menos eso creo, pero siempre será un enigma. A su corta edad, ya iba encarrillado por ese camino que, sin saber, aquí se está trazando. Ya era gerente de un banco, el Bancomer.

Juan P tenía entre 22 y 35 años; Javier P tenía también entre 22 y 35 años. En la ruleta de la suerte que significa el azar de nacer, no fueron muy favorecidos. Nacieron en la pseudo benévola pobreza, por no decir precariedad, y sus opciones de proyecto de vida digna, a decir verdad, eran muy reducidas. Como echarle ganas es una actitud y no una opción, no se toman en cuenta entre sus posibilidades, así que no les quedó más que entrarle a la delincuencia, que tampoco es preciso decir que haya sido por gusto, aunque uno nunca sabe. Ahora, si le echan ganas o no a su actividad, esa ya es otra historia.

Un día, el 7 de diciembre, Juan P y Javier P se fueron a chambear. José C también. Uno se fue a su silla de un banco a administrar; los otros, a las sillas de sus trocas, a ruletear por la calle a ver qué lugar estaba bueno para cometer sus fechorías, o a ir al lugar que ya tenían entre ceja y ceja.

Fueron primero a otros bancos, pero no pudieron sacar la chamba. De ahí se pelaron para otro banco, uno que está por un lugar que se llama La Isla y que, paradójicamente, seguido se inunda. A veces de agua del río, a veces del líquido que corre por las venas. El caso es que al bancoque fueron era el que administraba José. 

Ese 7 de diciembre, que desmiente un tanto que ese número sea de la suerte, por los hechos de ese día, Juan y Javier le cayeron al banco que administraba José. Como no sacaron su chamba, y como ya era diciembre, y como los altotes no andan pagando a sus soldados, que también eran de ellos, pues de algo tenían que comer, así que, como recita el dicho, la tercera es la vencida, fueron a probar su suerte en esa fecha cabalística, a ver si en el Bancomer había algún motín por robar.

“Abre la puerta, hijo de tu puta madre, o te pego unos balazos, para que se te quite lo verguero”. No sé, a ciencia cierta, si Javier y Juan así le dijeron así a José para que abriera la puerta donde estaba el dinero que andaban buscando. La imaginación me permite retratar hechos que aparentan ser reales aunque la realidad suele ser más fantástica que el realismo literario, a veces que el hiperrealismo.

Juan y Javier le quitaron la vida a José porque no les quiso abrir la puerta. Sus balas no eran de salva.

Adán X, que no era pariente de Claudio X, se levantó un día con una invitación a uno de los antros de moda de Santa Teresa, Sinaloa. Curiosamente también el mismo día, el 7 de diciembre. Ya eran eso de las 6 p.m., y se arrancó a la barber shop a guapearse. Su barba de candado bien delineada, su pelo repelado para atrás. A eso de las 8 p.m ya salía de su casa, con su respectiva polo Carolina Herrera, sus jeans ajustados marca True Religion y sus snickers Gucci, así como su cinto. Ah, también su cangurera, muy seguramente de esas marcas italianas que tanto les gusta por allá, en Santa Teresa, Sinaloa.

Ya precopeado, porque Adán había pasado por unas plebitas y con las que ya andaba de copas en copas, plebitas las que, dicho sea de paso, ya andaban preocupadas por andar al son estético de Santa Teresa: la voluptuosidad producto de las famosas cirugías plásticas.

Ya entrados en el cotorreo, como por allá le dicen, fueron a su compromiso en ese bar de moda, que se llama Casanova. La fiestaba estaba buena y, obviamente, se pronuncian los sentidos entre la cerveza, el whisky, el cigarro, el perico, las tachas y quién sabe cuánto más. 

No sé muy bien qué ocasionó lo que pasó. Los más probable es que, en ese espacio lúdico que es el antro, donde se exacerban la mayoría de los instintos, Adán haya hecho algo que a cierta gente no le gustó.

Los altotes, que andaban circulando por el infierno que es de su propiedad, decidieron ir a ese bar. A uno de esos diablos, que quién sabe cómo se llame, se le antojo sacar su otro pene, que es su pistola, y decidió poner balas, que no eran de salva, en la cabeza de Adán X. Y así, como muchas otras vidas, se acabaron en un instante, no sé si expulsándolos del infierno, o llevándolos a otro.

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