
LOS POLÍTICOS DEL SUBSUELO.
Por José Miguel Ruiz.
Fernando Matías tenía mareado a Juan Manuel. Iban en una de esas camionetas Chevrolet en las que a los políticos tanto les gusta llegar a los eventos. Quizás por crédulo, quizás por inexperimentado, pero Juan se estaba tragando todas y cada una de las palabras de Fernando. Aquel le decía que una regiduría costaba trescientos mil pesos, que los iba a pagar. Y Juan, verde, muy verde, se decía a sí mismo que era mucha lana y se angustiaba porque no sabía de donde sacaría todo eso si un día quería llegar a ser regidor.
Juan estaba iniciando su carrera política, de poca monta, dicho sea de paso, en las filas del Partido Reaccionario Institucional –porque decir Revolucionario e Institucional es un oxímoron, que para nada es inválido, pero que esa nunca fue la intención de sus fundadores–, el Partido con la estructura más grande de todo México. Bueno, eso decía la gente que en ese tiempo estaba ahí, aunque lo más probable es que ni siquiera sabían qué significaba eso. Juan, obviamente, estaba muy entusiasmado; se imaginaba un día poderoso. Presidente, diputado, senador… ya con el tiempo hasta una regiduría la veía decente; si ese puesto costaba tanto, a cuánto saldrían los demás cargos. Se preguntaba.

El caso es que, dentro de las filas del reaccionario institucional, por el entusiasmo que tenía, y porque la coyuntura se lo permitió, a Juan le había tocado rozar la “dirigencia” de la chaviza más chava. En el argot de ese partido les encanta hacer referencia a esas dirigencias (cargos dentro del partido), que es un eufemismo para nombrar a espacios dizque políticos, que de poco o nada sirven, acaso para alimentar el ego de quienes lo ostentan, también sus deseos de acceder a posiciones de poder más real. Hubo días en los que sí tenían peso y relevancia, pero eso es cosa del pasado, por no decir historia.
Pero no perdamos de vista el vergonzoso y hasta tierno drama entre Fernando y Juan. Me estaba adelantado en los hechos, aunque intencionalmente. En lo que estábamos: antes de que tuvieran esa rara alianza sinsentido, tuvieron una rivalidad, también rara y un sinsentido, en donde la disputa se daba por intereses, lo cual es un eufemismo, otra vez, porque realmente era un problema de egos.
Resulta que Juan era cercano al verdadero rival de Francisco: Fermín. En un evento, donde asistiría toda la escena, gente tan notable e ilustre, como la Reina, el Burgués, el Naipes, y que la temática era de la Chaviza y de la Chaviza más chava, lo cual era lo de menos, se colocó el tan anhelado presídium, donde tenían su respectivo lugar todas esas “personalidades” y, con un poco de suerte, alguno que otro advenedizo. El presídium. Ese recinto del cual muchos, simbólicamente, matarían para estar sentados ahí. O en otras palabras, estarían totalmente dispuestos a lanzar balas de salva. Y es que estar ahí representa estar en la jugada, tener los reflectores, así como la oportunidad de muestrearse y, por supuesto, de ocasionar envidias a los correligionarios del partido. Justamente este relato es de un intento simbólico de asesinato, de las balas de salva que tanto se acostumbran a lanzar en la práctica política: Fernando le quería quitar una silla del presídium a Juan, que con tanto esfuerzo se había ganado ese lugar.

Fernando, como es de esperarse, no tenía lugar entre los elegidos de ese evento. Era un más del montón, de esos que iban para aplaudir y no ser aplaudido. De esos que iban a saludar y no a ser saludado. De esos que iba a pedir foto con alguien y nadie se lo pediría a él. Fernando, nada sutil, porque ni el cuerpo ni los modos se lo permitían, muy bruscamente se acercó al oído de Fermín para decirle que hacía falta darle el lugar a otra “personalidad” de las que se habían hecho presente. Y el más sacrificable, contra quien hacía la mal lograda maquinación, era Juan. Sus intentos fueron fútiles porque Fermín mostró lealtad para Juan, o al menos reafirmó su animadversión a Fernando al mostrar desprecio ante sus sugerencias. Es decir, no le quitó la silla a Juan.
Al final, las circunstancias, que ellas sí es forman parte de la naturaleza de la política, pusieron en contra a Juan y Fermín. Eso, al final también, llevó a la necesidad – no encontré otra manera que fuera adecuada para decirlo, muy a mi pesar – de que Fernando y Juan hicieran esa mezquina alianza. Y todo por un pleito por las migajas de las migajas.
Así es la política del subsuelo. A muchos les gusta decir que la historia la escriben los ganadores, pero yo prefiero pensar que les pertenece a los cuerpos de los que fueron vencidos. Todos quieren escribir de quienes hicieron hito, de quienes ganaron elecciones y de los que han estado en la cúspide. Nadie, ni por asomo, voltea a ver a los que están en lo más bajo, en la parte más vulnerable de la cadena alimenticia. Habría que recordar, de algún modo, que los victoriosos, ya sea por confrontación o por sustento, se hicieron valer de los del subsuelo para estar sobre el ras del suelo, a veces levitando sobre él. Y ahí donde lo más bajo, recordando a la fascinación de Dostoievski, es donde reside lo verdaderamente humano, aun sea el horror literario, aun sea de la política.
