La banalidad del mal… en Juárez.

Por José Miguel Ruiz.

El mundo sucumbió ante el horror el pasado lunes y el epicentro fue en México. Al menos treinta y nueve vidas, lastimosa e inhumanamente, se fueron de este lugar de dolor; así como seguramente lo han hechos varios más que se escaparon del románico escrutinio de las redes sociales.

No sé los nombres de ninguno de ellos, pero sí que no son lisa y llanamente migrantes. Eran, sobre todas las cosas, humanos. Pero la vida es injusta y profundamente desigual.

Las reacciones de indignación no faltaron, que eran de esperar. Lamentablemente, tampoco faltaron quienes, con tremendo cinismo profesional, redujeron el conflicto a vulgares disputas dizque políticas… al final, también de esperarse. Particularmente, el secretario encargado de la política migratoria, que se dejó ver muy a gusto con sus declaraciones; así como lo que el viento le hizo a (Benito) Juárez: como si nada. El del exterior también, aventando la papa caliente.

Pero eso es sólo lo feo. El Estado nunca nos defraudará cuando se trate de ser cómplice o ejecutor de atrocidades. Me parece un despropósito decir lo evidente, pero ahí va: se trata de un crimen de Estado. Lo que no es tan evidente es la verdadera calamidad de todo esto: la omisión de los trabajadores que estaban en el centro del Instituto Nacional de Migración y que, quizás por cumplir órdenes – o quizás no -, sellaron el destino, tras unas rejas, de un grupo de humanos que fueron despojados de tal condición.

Aclaro que el argumento no es contra esos trabajadores en específico; es una reflexión sobre quienes somos como ellos. De nosotros, que nos encontramos desprovistos del ejercicio de poder; de quienes no tomamos las decisiones, sino que sólo nos limitamos a ejecutarlas, en el mejor de los casos; o peor, padecerlas. Me refiero a nosotros: los simples mortales.

Explicar los horrores del mundo no es cosa fácil. Afortunadamente, siempre habrá mentes luminiscentes que nos guíen entre las penumbras y nos ayuden a entender por qué chingados pasa lo que pasa.

Hannah Arendt fue uno de esos destellos. La iluminada alemana, quien validó con creces la labor de Martin Heidegger como profesor, se vio profundamente influenciada por las desgracias que observó durante el desarrollo de la segunda guerra mundial, hecho histórico que puso en entredicho que la humanidad haya alcanzado la supuesta modernidad. Esto sería decisivo para el tenor que marcaría la obra filosófica y práctica de Arendt.

Por lo general, uno se preguntaría cómo es posible que los humanos fuéramos modernos, por no decir humanos, si perpetramos un genocidio como, por ejemplo, el de Auschwitz. Con un enfoque sesudo y agudo, Hannah Arendt le dio un giro a esa pregunta y se preocupó más por el hecho de que la humanidad haya permitido que ocurrieran los horrores del siglo XX y no tanto por haberlos llevado a cabo.

A diferencia del pensamiento común y aceptado, Arendt no consideró a Adolfo Hitler como un tremendo monstruo y un genio del mal. No. Por el contrario, fue consistente en tildarlo de un hombre común y lejano a ser una lumbrera. En resumidas cuentas, Arendt no pensaba ni por asomo que Hitler fuera la reencarnación de Caín, Judas Iscariote, Nerón, Macbeth o cualesquiera de los villanos de la historia por todos conocidos.

Arendt no se hizo de oídos sordos al grado de responsabilidad de los jefes del Tercer Reich, pero prestó especial atención a los hombres comunes no por sus atributos, sino por las posiciones económica o de poder que ostentaban.

En 1963, la filósofa (aunque ella prefería que no la titularan así) publicó su ‘Eichmann en Jerusalén’, ensayo en el que describió los juicios que, posterior a la shoah, procesaron a funcionarios de rango medio del aparato burocrático del Partido Nacionalista Obrero Alemán. Especialmente, a Adolfo Eichmann, un descafeinado funcionario de bajo vuelo, pero que en los juicios en la tierra de elegido fue retratado como el heredero de todos esos innombrables que recién nombré y, de paso, como el mismísimo progenitor de Lord Voldemort y Salinas de Gortari.

Volviendo al contenido de la obra, esa disertación es, entre otras cosas, una elocuente y contundente crítica a la moral en torno al cumplimiento del deber. Para Hannah Arendt, el mal no residía en las órdenes de los dirigentes del Partido Nazi. Por el contrario, ella afirma que la expresión de la maldad humana recayó en quienes sólo se limitaban a cumplir las órdenes. A esa actitud la definió como “la banalidad del mal”. En eso sí, Arendt consideró como un prócer al pobre diablo de Eichmann.  

Arendt identificaba que el corazón del mal, por lo menos en el caso del Nazismo, residía justo en el hombre común, desprovisto de toda conciencia moral que fuera dique de los desvaríos de la razón y de los exabruptos despóticos de los hombres que han pretendido conquistar la historia. Recordemos que, en términos de Walter Benjamin, la historia está construida sobre los cuerpos de los derrotados.

Entonces, la banalidad del mal es ser indiferente y, peor aún, pasivo ante el dolor ajeno. Es claudicar a toda posibilidad de acción para salvar los mundos de la otredad. Es el acaecimiento del ocaso de la humanidad, pues sólo así queda en claro que no hay esperanza de dialéctica; de alcanzar un lugar mejor acá, en lo terrenal. Significa renunciar a la resistencia, tan humana, frente al horror de la vida.

En Juárez, tristemente, vimos a través de la pantalla la personificación de la banalidad del mal. Pero nosotros, que nos estamos quedando con los brazos cruzados, somos tan malévolos como quienes cumplen su deber y no corren los barrotes de las celdas como la de aquella inhóspita habitación en Juárez…

Descubre más desde ¿Te gusta la Política? Bienvenido a Politikmnte

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo