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¿Vacaciones silenciosas? Entre el desgaste, la apatía y la cultura laboral.

PISCÓLOGA DIANA SUGEY MENDOZA

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Por Diana Sugey Mendoza

Hace poco escuché el término “renuncia silenciosa”. Mis compañeros explicaban que se refiere a esa práctica en la que una persona desea dejar su trabajo, pero no lo hace por diversas razones. Así, empieza a reducir su esfuerzo al mínimo necesario para no ser despedida: va, cumple lo básico y, si puede, hace como que trabaja. Esta idea me hizo pensar en otro fenómeno posible: las “vacaciones silenciosas”.

Me refiero a ese comportamiento en el que, sabiendo que las vacaciones están cerca, la productividad disminuye incluso más de lo habitual. Una especie de “modo ahorro de energía” que aparece antes del descanso formal. Y aunque pareciera algo inofensivo, o incluso necesario, vale la pena examinarlo con una mirada más crítica.

Porque, ¿qué lleva a alguien a entrar en estas vacaciones silenciosas? Una primera respuesta podría ser el cansancio acumulado: saturación laboral, agotamiento físico o mental, estrés sostenido o la falta de reconocimiento. Desde la psicología, es cierto que el cuerpo y la mente anticipan el descanso y buscan regularse bajando la intensidad. Si este es el caso, el fenómeno puede verse como un mecanismo de protección.

Una mano sostiene un teléfono móvil con la pantalla mostrando el logotipo de WhatsApp en un fondo verde, con texto que invita a unirse a un canal de WhatsApp.

Pero también está la otra cara, la que casi no se menciona: el desinterés laboral, la apatía y la flojera. Hay personas cuyo estilo habitual de trabajo es hacer lo mínimo, y cuando se acercan las vacaciones, simplemente reducen aún más eso mínimo. No porque estén “agotadas”, sino porque así se relacionan con el trabajo: sin compromiso, sin iniciativa y sin una ética laboral sólida. En algunos ambientes laborales, estas vacaciones silenciosas son un recordatorio incómodo de que también existen actitudes donde la comodidad se antepone al esfuerzo, y donde el trabajo se percibe como una obligación que hay que sobrellevar, no como un espacio donde aportar, crecer o al menos cumplir adecuadamente.

Entonces, ¿es un mecanismo de autocuidado o un reflejo de desinterés? Tal vez ambas cosas pueden coexistir. No toda baja de productividad es un síntoma de burnout, ni toda falta de esfuerzo es pereza. Lo difícil es justamente distinguir una de otra.

En un nivel más profundo, este fenómeno señala tensiones más amplias: culturas laborales que sobreexigen y desgastan, pero también personas que han normalizado dar lo mínimo sin preguntarse por las consecuencias colectivas. En ambos casos, la desconexión aparece antes de tiempo, ya sea como defensa o como hábito.

Las vacaciones silenciosas, más que un simple comportamiento, funcionan como un termómetro emocional y laboral. Si la reducción del esfuerzo proviene del desgaste, entonces necesitamos repensar cómo estamos trabajando, cómo descansamos y qué tipo de cultura organizacional hemos construido. Pero si surge del desinterés, quizá sea necesario revisar la responsabilidad personal, la motivación interna y la ética con la que asumimos nuestras tareas.

Al final, tanto el agotamiento como la apatía nos invitan a la misma reflexión: ¿cómo queremos relacionarnos con nuestro trabajo para no llegar, ni caer, en silencios que hablen por nosotros?

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